En 1979 la Editorial Bruguera creo el sello editorial Ceres para sacar al mercado novelas eróticas de carácter popular. Bolsilibros como SEXY FLASH y SEXY STAR, y en un formato mayor las colecciones DIFERENTE y EXTASIS STAR, todas ellas con insinuantes portadas fotográficas y escritas por el amplio plantel de escritores de Bruguera como Martínez Fariñas, Caudet Yarza, González Cremona, etc. bajo distintos seudónimos.
“El obediente” escrita por Ralph Wilson (Juan Carlos Martini) apareció en el número 5 de la Colección Diferente, editada por Ediciones Ceres en 1979. La cubierta y la fotografía son de Jaime Ros y Paco Ruiz y las ilustraciones interiores de Durcast (Jesús Durán Castillo, aunque están firmadas como Bois ¿?)
El periodista Gerald Grover intentando ayudar a Karen Colvin, ingresa en una clínica psiquiátrica para rescatar a Richard Lynn, novio de esta. Allí se encuentra en manos de la pérfida doctora Brenda Brown, el manipulado doctor Anthony Andrews y el privilegiado paciente Jack Matton y su cohorte de obedientes. Descubre que Richard ha sido recluido por orden de su hermana Lucille que quiere hacerse con toda la herencia de la familia. Pero esa herencia la persigue mucha gente, sobretodo la Doctora Brown que hace de Richard un pelele en sus viciosos brazos. Mucho sexo, perversiones varias, drogas, secuestros y manipulaciones. Y muertes, muchos asesinatos para conseguir unos fines cuya conclusión nadie puede presagiar. Aquí va un fragmento:
Era, efectivamente, Karen Colvin.
Pensé que si sus nalgas merecían las caricias de Betty, ella debía estar aún viva.
Brenda Brown, recostada en el suelo, tenía los muslos abiertos y la falda recogida. Entre sus piernas, Richard Lynn cumplía el rol del perrito en busca de la galleta...
Yo sabía que estaba a punto de perder el conocimiento y las náuseas que de pronto me atacaron no mejoraban mis posibilidades...
Matton, de repente, lanzó una carcajada.
Me pregunté de qué demonios se estaría riendo, y a través de la niebla que enturbiaba mi mirada le vi desnudarse y enarbolar su considerable miembro.
– El amigo Groyer – dijo – se ha burlado de nosotros, Brenda. El no cree en la disciplina. Es un maldito anarquista de esos que piensan que pueden ir por el mundo con un código propio de valores. ¡Le haremos comprender cuán equivocado está!
– ¡Si, se lo haremos comprender! – dijo Brenda.
Empujó a un costado a Richard, quien cayó dócilmente al suelo, y se puso en pie.
Vino hacia mí y me escupió.
– Basura – dijo –. Eres pura mierda, Grover. Te advertí que no te pusieras en mi camino y lo has hecho. ¡Ahora lo pagarás!
Había más gente en la habitación. Pronto lo supe, puesto que advertí que alguien que no era Matton me alzaba. En seguida, otro hombre descargó con terrible potencia su puño en mi estómago.
Mientras caía de rodillas y luego daba con la cara en el suelo, deduje que este nuevo par de sujetos debían ser los «enfermeros» que habían ido en busca de Karen Colvin.
Me admiré de mi capacidad de deducción en una situación tan adversa. Pero no pude regocijarme durante mucho tiempo más.
El tío que lo había hecho antes volvió a alzarme y el que ya me había atizado volvió a hacerlo.
Admito que fue un buen golpe.
Me lo aplicó en el mismo sitio, exactamente, que el anterior. De modo que volví a caer, pero esta vez con la certidumbre de que ya no me quedaban fuerzas para intentar absolutamente nada.
Ellos también lo advirtieron, porque me dejaron allí y continuaron con la función que habían preparado para Karen.
Vomité como si mi organismo estuviese ejecutando una función vegetativa. Esto no me hizo sentir mejor, por cierto, pero supe que no perdería el conocimiento. Entreabrí los ojos. – Richard – dijo Brenda –, lame eso.
Señalaba con un dedo la hendidura del sexo de Karen Colvin.
Vi entonces cómo el hermano de Lucille, después de marchar a gatas hacia la muchacha, pasaba largamente la lengua por el conejito de su novia.
De pronto, Matton descargó un puntapié en las costillas de Lynn. Su objeto era apartarlo de la muchacha y lo consiguió. Quejándose, Richard se hizo a un lado.
– Esta niña tampoco ha sabido lo que es la disciplina, ¿verdad Brenda?
– Verdad, Jack.
– Pues ahora lo aprenderá.
Ella se quejó lastimosamente mientras Brenda reía y Lillian se frotaba el otro pezón.
Como un animalito que repite indiscriminadamente sus costumbres, Richard regresó junto a Brenda y continuó lamiéndole el sexo.
Betty, de improviso, pretendió salir de la sala. Pero uno de los «enfermeros» corrió tras ella, la cogió por la cintura, la tumbó en el suelo y se le echó encima.
Betty comenzó a gritar como una gallina. Pero sus gritos no consiguieron evitar que la maquinaria del «enfermero» irrumpiese en su cavidad con inusitada violencia.
La intensa actividad desplegada en lo habitación debió de inspirar al otro «enfermero», que entonces se acercó a la morena Lillian.
– Levántate – le dijo él.
– Oh, no, cariño. Soy muy perezosa, ¿sabes? Échate tú, ¿quieres?
El no quiso.
Le arreó un revés, inclinándose apenas, que estuvo a punto de arrancar de cuajo la cabeza de la chica.
– De modo que eres perezosa, ¿eh? – le preguntó el «enfermero» –. ¡Pues ya te enterarás cómo trato yo a los perezosos, chica!
La cogió por el pelo y, tironeando de los rizos negros, obligó a Lillian a arrastrarse por el suelo hasta dejarla junto a Matton.
– ¡Venga! – le dijo entonces –. ¡Jack necesita más estímulos para poder enseñarle la esencia de la disciplina a esa chiquilla imbécil!
– ¡Sí! – bramó Jack Matton –. ¡Eso es lo que necesito! ¡Estímulos! ¡Muchos estímulos!
De modo que el enfermero situó los testículos del «hombre de la disciplina» en la boca de gruesos labios de Lillian. Luego empujó ferozmente a Richard, y mientras hundía varios dedos en la vagina de la morena, comenzó a funcionarse a Brenda Brown...
Volví a vomitar. Richard, excitado, tembloroso, febril, miró en torno. Vio a Karen sufrir la salvaje penetración de Matton y a todos los demás follando con violencia y desenfreno... Pero no encontró dónde desahogarse a gusto. Así que le vi sacar fuera su sexo y dar una vuelta, desconcertado, por la sala. Sin embargo, finalmente, tuvo una idea. Lo comprendí antes de que comenzara a hacerlo. Y traté de juntar fuerzas para incorporarme, coger mi revólver y reventarle el cerebro de un disparo.
Pero no pude hacerlo.
De modo que nadie le impidió a Richard Lynn arrodillarse frente a su novia e introducirle el sexo en la boca.
Karen Colvin le miró con los ojos desorbitados. El dolor y el espanto no fueron suficientes para que ella no comprendiese, en aquel momento, que se había equivocado totalmente al creer que Richard estaba en sus cabales...”